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Tokischa y Yailin: ¿Referentes o distorsión? El espejo roto de la juventud

Ambas artistas han alcanzado notoriedad no por la profundidad de sus propuestas ni por un legado musical sólido, sino por la exaltación del escándalo, la vulgaridad estilizada y la hipersexualización sin tregua. Tokischa, particularmente, ha hecho de la provocación su estandarte.

Jenny Henríquez
Jenny Henríquez
5 junio, 2025 - 7:11 AM
4 minutos de lectura

En tiempos donde lo viral se confunde con lo valioso, resulta preocupante observar quiénes ocupan los altares del reconocimiento popular. Figuras como Tokischa y Yailin la Más Viral se han convertido, para muchos jóvenes, en modelos de éxito, autenticidad y empoderamiento. Pero, ¿qué estamos celebrando realmente?

Ambas artistas han alcanzado notoriedad no por la profundidad de sus propuestas ni por un legado musical sólido, sino por la exaltación del escándalo, la vulgaridad estilizada y la hipersexualización sin tregua. Tokischa, particularmente, ha hecho de la provocación su estandarte.

Letras como “Yo tenía do menorcita y la do perrita eran altita. Yo tenía una chivirika y la otra era una perversita” no solo trivializan relaciones inapropiadas, sino que las convierten en parte de una narrativa aceptada y hasta celebrada por un público joven que las repite sin cuestionarlas. Tanto ella como Yailin utilizan de forma recurrente el término “chivirica” para referirse a las mujeres —una palabra que, lejos de empoderar, encapsula la reducción de la identidad femenina a una estética desenfrenada y disponible.

Las letras invitan abiertamente a la promiscuidad, al exhibicionismo, a la cultura del trío, al consumo sin filtros de placer inmediato. Lo alarmante no es solo que existan, sino que se vuelvan himnos coreados por niñas que, —algunas aún con moños de escuela— ya renuncian a soñar con ser doctoras, maestras o abogadas. Hoy, muchas de ellas sueñan con mostrar su ropa interior por encima de los pantalones, ostentar uñas de garfio, pelucas de colores, extensiones excesivas y “darlo todo hasta abajo” en el teteo del barrio, como símbolo de aceptación y validación colectiva.

La juventud de hoy no es peor que la de antes, pero está más expuesta, más sola en su búsqueda, más confundida por un mundo que le ofrece espejos rotos como modelos de éxito. Vive en una cultura que ha hipertrofiado el yo, donde lo importante no es quién soy, sino cuánto me miran. Y cuando los referentes que lideran la escena popular no ofrecen contenido sino estruendo, no inspiran superación sino desinhibición, el daño cultural se profundiza.

Esto no es un ataque personal a quienes ocupan el centro de este escrito. Es un llamado colectivo a reflexionar. Lo que preocupa no es que existan estas figuras, sino que ocupen el pedestal de lo admirable. Que se conviertan en faros para una generación que merece mucho más.

Es aquí donde duele: ver cómo las nuevas generaciones comienzan a desear el aplauso fácil, no desde el talento ni la disciplina, sino desde la pose y el morbo. Porque el código que se impone no es el del esfuerzo, sino el del sonido: “soy la perra e’ tu mario”, se canta con orgullo. Y detrás de ese verso, una ideología completa que romantiza lo tóxico, lo grotesco y lo vulgar como si fueran conquistas sociales. Nuestros niños y niñas necesitan espejos distintos. Modelos que les hablen de dignidad, de esfuerzo, de belleza con sustancia. Urge una cultura que enseñe que la libertad no consiste en desnudarse, sino en pensarse; que el valor de una mujer no radica en cuánto exhibe, sino en cuánto transforma.

Porque, al final, lo que celebramos termina modelando lo que somos. Y cuando el barrio, la calle y hasta los medios premian más al que grita que al que construye, la juventud se confunde. Y si no corregimos el rumbo, corremos el riesgo de perder a una generación que, en lugar de elevarse, terminará diluyéndose en los reflejos rotos de una fama vacía.

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