Como a Matilde Urrutia, la amada de Pablo Neruda, a los dominicanos una pregunta nos destroza y su respuesta podría destrozarnos. ¿Qué tan conveniente o no, para los intereses nacionales a largo plazo, es la decisión de nuestro gobierno de entregarse sin disimulo, sin “lubricación jurídica ni diplomática” a los ásperos mandatos de Washington, en un mundo que marcha inexorablemente hacia la construcción de un nuevo orden global desde el multilateralismo, y el respeto a los derechos humanos y la soberanía de los pueblos?
Hablo de un mundo que en su mayoría, ya reconoce la existencia del Estado Palestino, donde hasta la ONU en sus informes califica como genocidio las acciones terroristas del gobierno de Israel, cuyo ejército pretende adoquinar Gaza con cadáveres de niños, para que, en lo que fue un paraíso de la naturaleza, convertido ahora en un erial de la muerte, pueda el consorcio Trump construir una Casa de Campo israelí, que nunca podrá ser como la nuestra, la dominicana de los Fanjul en “Romana”, porque ella se habrá construido sobre el infierno para conmemorar la muerte y para que las víctimas de un Holocausto lo reproduzcan sobre el pueblo palestino.
El escenario no puede ser peor para nuestros intereses. Hoy, servimos de condón diplomático-mediático a los místeres, convertidos en caribeña caja de resonancia de sus mandatos, como la orden de reconocer al supuesto “cártel de los soles”, apoyar el ilegal acoso militar contra Venezuela, y hasta saludar sin prigilio la ejecución extrajudicial de supuestos narcotraficantes, (que un juez gringo ni venezolano tuvo la oportunidad de calificar como tales) en lanchas que, supuestamente, llevaban drogas para el mercado estadounidense, ahora golpeado por el fentanilo, más que por la cocaína.
Un dato. Por su propia experiencia, (Roma frente a los godos, URSS en Afganistán, Estados Unidos en Vietnam), los imperios deberían recordar que a los pueblos humillados y vueltos a humillar, cansados de tanto enterrar hijos y llorar madres, les llega el día en que les entran unas terribles y peligrosas ganas de morirse, que advirtió Pedro Mir “al portaviones Intrepid”.
En días como estos, decisivos y definitorios, inciertos y temidos, uno recuerda a Bosch, sus celos por la soberanía nacional, su dignidad sin concesiones, y siente nostalgia de Duarte que se atrevió a soñar una patria, cuando ella no existía ni en la esperanza de un sueño, y ella no estaba ni en los sueños de Dios. “¡Ay, país, país, país!”