Profe, no se tire que hay piraña: cuando el aula se nos llena de voces ajenas

Hace unos días, mientras explicaba por enésima vez el propósito de una carta de agradecimiento, un estudiante interrumpió mi exposición con una frase digna de estudio sociolingüístico:

Profe, no se tire que hay piraña.

La frase cayó en medio del tema como piedra lanzada a un lago en calma. Para no perder el hilo, pregunté con serenidad:

– ¿Qué pasó? ¿Me quieres decir algo?

Las risas confirmaron que yo era la única extranjera en aquel dialecto digital. Uno de ellos, con la arrogancia inocente de quien cree dominar el conocimiento popular, me explicó:

Profe, eso es de “La Fruta”, de la casa de Alofoke.

No es que yo viva en una cueva pedagógica, pero confieso que mi espíritu levantó una muralla. No por rechazo a la modernidad, sino por el cansancio de verla convertida en parámetro intelectual. Sin embargo, detenerme en el fastidio habría sido desperdiciar la evidencia. Observé, respiré y pensé.

Ese instante confirmó lo que muchos quisiéramos ignorar: los niños de hoy no están desinformados; están sobreinformados de lo que no les aporta nada. Pueden trasnocharse sin culpa viendo un “show” que funciona como circo, repetir frases a la perfección, jurar lealtad a un “Team Fruta” con la seriedad de quien firma un contrato.

Pero pedirles que aprendan un verbo, que lean un texto o que estudien para un examen, les parece un sacrificio imposible. Es curioso: para el entretenimiento tienen memoria olímpica y resistencia física; para el estudio, cansancio prematuro y amnesia instantánea.

No se trata de falta de capacidad. El intelecto está ahí: lo prueban cada vez que recuerdan una frase que ni entienden, pero la repiten como estandarte. Lo que falta no es entendimiento, es voluntad. Lo que falta no es enseñanza, es prioridad.

Y, por si fuera poco, las niñas han adoptado otro eslogan, pronunciado con elegancia impostada: “Siempre la más, nunca la menos… y menos la más o menos.”

Curioso: una frase que no define nada, pero describe su entrega absoluta a lo superficial.

En cambio, pedirles que identifiquen un verbo los sumerge en una crisis existencial. Preguntarles qué es un sustantivo los deja mudos, como si nunca hubiesen nombrado persona, animal o cosa.

Solicitarles un adjetivo es casi una afrenta a su descanso, y mencionar las preposiciones produce la misma reacción que si les fuese propuesto aprender griego clásico. No es incapacidad: es desgano selectivo. Lo académico les parece esfuerzo; lo viral, diversión.

Los contenidos que enseñamos requieren esfuerzo: leer, comprender, cuestionar, memorizar con sentido. La entretención, en cambio, no exige nada. Se consume sin pensar, se repite sin entender y se aprende sin estudiar. El conocimiento necesita disciplina; lo viral solo necesita atención.

Por eso lo segundo se impone a lo primero: lo que no demanda trabajo siempre llega primero, ocupa el cerebro más rápido y se instala como lenguaje, identidad y “saber” instantáneo. El aula intenta formar pensamiento; la pantalla solo pide mirar. La diferencia explica por qué recuerdan el chiste, pero olvidan el verbo.

Así, el niño llega a clase con sueño, pero no de estudiar: de consumir ruido. Saturado no de lectura, sino de contenido viral, sin espacio mental para aprender algo que no venga acompañado de chiste o controversia. Y entonces la escuela debe enseñar sobre un terreno donde el descanso, el hábito y la reflexión brillan por su ausencia.

El maestro no lucha contra la ignorancia. Lucha contra la omnipresencia.

Contra una industria que no educa, pero moldea. Que no enseña, pero fija códigos. Que no forma criterio, pero dicta lenguajes. Y lo hace a medianoche, a la hora en que un estudiante de nueve años debería estar durmiendo, no consumiendo espectáculos que ni los adultos logran procesar sin perder lucidez.

Luego, con sueño hipotecado, con atención gastada y memoria saturada de trivia digital, se llega al aula con exigencias de rendimiento. Se pide lectura comprensiva, redacción coherente, análisis crítico. Pero el pensamiento no rinde jornada doble. Y cuando la inteligencia llega a clase, ya ha trabajado horas extras en otra parte.

La frase “no se tire que hay piraña” no describe peligro alguno. Describe contexto.
La piraña no está en el aula ni únicamente en el hogar. Está en el ecosistema cultural que muerde primero el tiempo, el sueño y el lenguaje. Después, cuando la escuela quiere entrar, ya no hay espacio.

Este no es un problema pedagógico. Es un problema cultural con señal abierta y horario extendido.

Y mientras no se entienda eso, seguiremos exigiendo a la escuela que enseñe lo que la sociedad ya decidió reemplazar con frases virales, acceso ilimitado y el eco inagotable de una diversión que ocupa la mente antes que el conocimiento pueda intentarlo.