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Petro; ¡estúpido Quijote!

En pocas palabras; el jefe de Estado, como buen estadista, debe aprender a separar los intereses del cargo de los valores y las ideas particulares de la persona.

Julio Alberto Martínez
Julio Alberto Martínez
6 octubre, 2025 - 1:23 PM
7 minutos de lectura

Don Quijote de la Mancha es una obra seductora, entretenida y edificante; de esos libros de literatura que, paradójicamente, se devora con ansias, pero no se desea acabar.

Y es que el Quijote, además de sus frecuentes momentos de locura, tuvo escasos momentos de lucidez que encierran una permanente e inmensa sabiduría. Como los sabios consejos que le escribió a su escudero, Sancho Panza, cuando éste era gobernador de la ínsula Barataria, entre los cuales figura uno que para mí es clave para la comprensión del ejercicio de Estado. Le dice el sensato Quijote —el de Cervantes— a su compañero de aventuras:

“Quiero que adviertas, Sancho, que muchas veces conviene y es necesario, por la autoridad del oficio, ir contra la humildad del corazón, porque el buen adorno de la persona que está puesta en cargos tan significativos ha de ser conforme a lo que ellos piden, y no a la medida de lo que su humilde corazón le inclina”.

En pocas palabras; el jefe de Estado, como buen estadista, debe aprender a separar los intereses del cargo de los valores y las ideas particulares de la persona. La investidura es una institución que tiene su autoridad, sus propias obligaciones, muchas veces contrarias a las ideas de la cabeza y los sentimientos del corazón de quien la ostenta. Esos mandatos, otros estadistas más avezados en el arte de gobernar e inclinados a una política exterior realista, como el cardenal Richelieu, le llaman “la razón de Estado”, que debe primar sobre la “razón Individual”. Es decir; los intereses personales que en nada favorecen a la consecución de los intereses nacionales de un país deben subordinarse al bienestar de los ciudadanos que habitan en un determinado territorio. De ahí se derivan conceptos claves en materia de relaciones internacionales como la soberanía—principios fundamentales del derecho internacional— y categorías políticas centrales como el Estado nación y el interés nacional.

Gustavo Petro hizo la transición de la lucha política violenta a través del movimiento guerrillero M-19, como a la sazón caracterizada a la izquierda latinoamericana, a la lucha política democrática. Fue senador y alcalde de Bogotá, logrando imponerse con la victoria; finalmente, en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de Colombia en el 2022. Sin embargo, parece que su mente no evolucionó a la velocidad de las conquistas logradas y no comprende la distinción entre el estadista y el revolucionario. Actúa como un buen salvaje desde el poder.

En foros internacionales le dedica más tiempo a sus ideas incendiarias y a sus ideologías trasnochadas que a los principales problemas internacionales de un país que está batiendo récord mundial en producción de cocaína en los últimos años, además de que se asfixia en una guerra fratricida entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombianas (FARC) y sus caprichos.

Esa confusión de roles explica su insólito activismo social desde la presidencia de la República, en un Parque de New York donde imprudentemente un jefe de la política exterior de su país anuncia ridículamente “el fin de la diplomacia”, y proclama la guerra. A través del supuesto paso a otra fase de la lucha—una escalada—donde el propio mandatario iría a enfrentar a los israelíes y estadounidenses en la frontera de Gaza.

Estimulando irrespetuosa e irresponsablemente el uso de “armas” a través de una insurrección violenta y el llamamiento a “desobedecer” las decisiones de Trump en territorio norteamericano, en una protesta pro-Palestina que provocó la cancelación de su visa por parte de las autoridades norteamericanas.

No se trata de ser indiferente e insolidario frente a una causa que se considere justa, pero se supone que el estadista debe utilizar las vías diplomáticas, no el lenguaje ni las acciones subversivas. En vez de “ejércitos de salvación global”, debe priorizar el bienestar de su país, sobre todo frente a la nación donde tiene sus principales relaciones comerciales y donde han regresado desafortunadamente trágicos hechos de violencia política, como el reciente asesinato al senador Uribe Turbay, que aún no ha sido esclarecido.

Es cierto que al rey Luis XVI le cortaron la cabeza, como dice Petro, pero debe recordar a Stefan Zweig: quienes le cortaron la cabeza al rey terminaron “guillotinados”, en la Francia del Terror que hizo de la guillotina la afeitadora nacional.

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