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No somos mejores que Judas

Jenny Henríquez
Jenny Henríquez
19 septiembre, 2025 - 1:33 PM
6 minutos de lectura

Judas Iscariote

Basta pronunciar su nombre para que el aire se espese. Su figura es el epítome de la traición, el villano perfecto en un drama que necesita culpables claros para que nosotros, espectadores morales, podamos dormir tranquilos. Lo hemos convertido en la efigie de todo lo despreciable: avaricia, cobardía, falsedad. Y claro, resulta reconfortante mirar su sombra y convencernos de que jamás seríamos como él.


Pero la pregunta es brutal en su sencillez: ¿de verdad somos tan distintos?

Porque Judas no cayó de un día para otro. No se levantó una mañana con la decisión de vender a su Maestro. Su ruina fue gradual, silenciosa, casi imperceptible, como lo son las nuestras. Empieza siempre en lo invisible: una convicción sacrificada en el altar de la conveniencia, un principio negociado en nombre de la prudencia, una verdad silenciada “para no buscar problemas”. Judas no fue una anomalía; fue un hombre demasiado humano. Y es ahí donde nos incomoda su espejo.

Nos encanta pensar que nuestras pequeñas traiciones son de otra naturaleza, más livianas, casi inocentes. Judas puso precio a la Verdad con mayúscula; nosotros, en cambio, nos limitamos a hipotecar la nuestra en cuotas módicas: una mentira blanca en el trabajo, una sonrisa hipócrita en la reunión social, un silencio cómplice en la injusticia. Diferencias de escala, no de esencia. Judas vendió por treinta monedas; nosotros lo hacemos, en ocasiones, por un ascenso, por una invitación, por una mirada aprobatoria en redes sociales. A veces, incluso, por nada en absoluto: basta con el aplauso fugaz de la multitud.

Por supuesto, habrá quienes reaccionen indignados. Que exagero. Que Judas cumplía un papel profético en el plan divino y que compararnos con él es un disparate teológico. Que la psicología moderna desaconseja estos ejercicios de autoinculpación porque alimentan la culpa en lugar del crecimiento. Y sí, concedo que algo de razón hay en todo eso. Pero también sé que la incomodidad persiste porque la comparación toca un nervio expuesto: nos resulta insoportable admitir que la distancia entre Judas y nosotros no es tan grande como nos gusta imaginar.

La Escritura nos recuerda que Pedro negó tres veces y fue restaurado, mientras que Judas traicionó una y se colgó de la desesperación. ¿Qué los diferenció? No el error, sino la fe en lo que Dios podía hacer con su error. Judas no fue más perverso que Pedro; fue más incrédulo. No confió en que la gracia pudiera alcanzar la hondura de su caída. Quizá lo más trágico de Judas no fue lo que hizo con Jesús, sino lo que hizo consigo mismo: condenarse a creer que no había redención posible.

Y aquí asoma la ironía amarga: a Judas lo juzgamos sin piedad, mientras nos tratamos con guantes de seda. Nos permitimos las mismas cobardías —negar lo que creemos, callar lo que sabemos, traicionar lo que amamos—, pero nos convencemos de que lo nuestro es “diferente”. Es la hipocresía de los moralmente satisfechos: alzar piedras contra Judas para no reconocer nuestras propias grietas.

El sarcasmo es inevitable: nos encanta la historia de Judas porque nos garantiza un villano. Un traidor oficial sobre el que volcar todo nuestro desprecio, mientras nosotros seguimos vendiendo trozos de alma en la oficina, en la política, en las redes sociales. ¡Qué alivio pensar que él fue el monstruo, y que nosotros no pasamos de simples pecadores de salón!

La reflexión que incomoda es esta: no somos mejores que Judas. Somos distintos solo en escenario y consecuencias. Él figura en los Evangelios; nuestras traiciones se diluyen en la bruma de lo cotidiano. Pero ambas brotan de la misma raíz: la fragilidad humana.

El consuelo —y la advertencia— está en el final. No somos mejores que Judas, pero sí podemos elegir un desenlace diferente. Podemos, como Pedro, levantar la mirada y confiar en la gracia. O podemos, como Judas, convencernos de que nuestra caída es definitiva. La línea es delgada, más de lo que admitimos.

La pregunta queda abierta, y no es cómoda: ¿queremos seguir condenando a Judas para distraernos de lo que vemos en el espejo, o nos atreveremos a reconocernos en él? Porque al final, el mayor escándalo no es que Judas traicionara a Jesús… sino que nosotros sigamos traicionándolo todos los días, creyendo que somos mejores que él.

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