Una tarde cualquiera, mientras compartía un café con una amiga de esas que no endulzan la verdad, me soltó una frase que me dejó en pausa:
—“A mí no me estresa tanto el trabajo en sí… lo que me agota es tener que estar siempre alerta. Saber que, si comento algo con la persona equivocada, termino en boca de todos.”
Y ahí se hizo el silencio. Un silencio de esos que no son incómodos, sino reveladores. Porque lo entendí. Porque lo he visto. Porque muchos lo viven.
El comentario me persiguió días enteros. Y como no me gusta quedarme solo con la sensación, me puse en modo “periodista aficionada” y —como decimos en tono jocoso— hice mi tarea: investigué qué dicen los expertos sobre lo que pasa cuando el liderazgo brilla por su ausencia… y el chisme toma el micrófono.
En muchas instituciones, el rumor ha dejado de ser una anécdota de pasillo para convertirse en la principal fuente de información. El chisme, disfrazado de preocupación o cortesía, ocupa el lugar que debería tener la comunicación clara. ¿Por qué? Porque quien debe marcar el rumbo, lo pierde en su propio silencio.
Simón Sinek, autor y pensador organizacional, lo resume con contundencia:
“Los líderes marcan el tono. La toxicidad en la cima se filtra hacia todos los niveles.”
Y esa toxicidad no siempre viene en forma de gritos o amenazas. A veces, se manifiesta con silencios estratégicos, con verdades a medias, con miradas que esquivan o con correos que nunca llegan. Donde no hay liderazgo activo, la desconfianza se riega como pólvora. Y lo que comienza como un comentario inocente se convierte en sospecha, bando, malestar. La gente trabaja, sí… pero con el alma encogida.
El ambiente se llena de tensiones invisibles. Se vive con cautela, se mide cada palabra, se desconfía de cada gesto. La información se guarda “por si acaso”, se evitan conversaciones honestas, y poco a poco, se apaga el entusiasmo. Ya no se colabora: se sobrevive.
Y esto no es exageración. La psicóloga organizacional Elizabeth Morrison advierte que “cuando la voz se silencia dentro de una organización, tanto el rendimiento como la moral de los empleados se deterioran”. Callar, o hacer que otros callen, también es una forma de violencia laboral. Y aún más sutil es la expectativa de que los colaboradores “adivinen” lo que se espera de ellos, mientras la dirección mantiene su agenda en la penumbra.
El coach ejecutivo Ed Batista va más allá:
“No basta con esperar a que los empleados hablen… hay que pedirles activamente su opinión.”
Y si no se hace, lo que reina es la apatía, el resentimiento y el cansancio emocional.
Lo que sí se ve —y tú, lector, lo sabes— es un desfile de actitudes disfrazadas de normalidad:
Porque cuando el liderazgo es mudo, los pasillos se vuelven ruidosos. Y no con ideas ni soluciones, sino con rumores, sospechas y desgaste emocional.
No se trata solo de mala gestión. Se trata de una forma de erosión humana. Sin liderazgo emocional, la gente no florece: se defiende. Se encierra. Cumple, pero no se compromete. Habita el espacio, pero no lo siente propio. Y eso, a largo plazo, fragmenta cualquier equipo, por sólido que parezca.
Profesor de ética y comportamiento organizacional, advierte que muchos líderes creen que la “puerta abierta” basta, pero no se dan cuenta de que no están oyendo lo que realmente necesitan escuchar. Tener la puerta abierta no significa tener una cultura abierta. La confianza no se decreta, se construye.
En este punto de la reflexión, puede que alguien se pregunte: ¿y entonces qué se puede hacer?
La buena noticia es que tanto los líderes como los colaboradores pueden tomar decisiones concretas para mejorar la cultura interna, incluso en escenarios difíciles. Los expertos recomiendan a los empleados cuidar su integridad con firmeza, evitando el juego de rumores y protegiendo su paz mental. Establecer límites claros, construir redes de apoyo genuinas dentro del equipo, y documentar decisiones importantes como forma de transparencia, son herramientas sencillas pero poderosas.
También es clave no normalizar el silencio. Callar siempre tiene un costo emocional. Expresar, con respeto, lo que se piensa o se necesita, es parte del autocuidado. Y si el entorno no lo permite, buscar canales más seguros o apoyo profesional es un acto de responsabilidad personal, no de debilidad.
Por otro lado, el liderazgo real exige mucho más que ocupar un cargo. Requiere presencia. Requiere coraje. Requiere humanidad. Un líder efectivo habla claro, escucha sin juzgar, explica con honestidad, promueve la equidad y modela lo que espera de su equipo. Un verdadero líder no teme al conflicto, lo gestiona; no evade, se involucra; no se esconde tras la autoridad, la habita con conciencia.
Porque un liderazgo ausente no es inocuo: contamina. Y una cultura enferma no se corrige con frases motivacionales en las paredes, sino con relaciones auténticas en el día a día.
Esta columna no pretende ser un reproche, sino un llamado. Si queremos espacios de trabajo donde florezcan la verdad, la colaboración y el respeto, necesitamos líderes que no se escondan en el silencio ni deleguen en el chisme lo que les corresponde construir. El liderazgo no es un privilegio, es una responsabilidad. Y ejercerlo con coherencia es, quizás, el primer paso hacia una cultura que no lastime, que no desgaste, que no divida.
Y tú, lector, ¿alguna vez has tenido que callar por miedo a ser malinterpretado? ¿Has sentido ese peso invisible de un ambiente donde se trabaja más con tensión que con confianza?
Porque hablar —como esta columna— también es una forma de sanar.