
Vivimos con prisa. No una prisa noble, esa que nace del entusiasmo o la emoción de llegar a algo esperado, sino una prisa hueca, una urgencia sin destino. Queremos acelerar los días, como si corriéramos una maratón hacia ninguna parte.
Aceleramos la mañana con café y el alma con ansiedad. Aceleramos la niñez, vistiendo de adultos a quienes apenas comienzan a pronunciar la vida. Aceleramos el amor, la amistad, el descanso. Todo debe ser inmediato o, de lo contrario, lo desechamos.
Nos hemos vuelto devotos del botón de “siguiente”. Scrolleamos la existencia con la misma ligereza con la que pasamos un video. Saltamos de estímulo en estímulo, incapaces de permanecer en algo más de treinta segundos sin sentir que “perdemos el tiempo”. Lo irónico es que, en nuestro intento por ganarle al tiempo, terminamos perdiéndolo.
Queremos niños que maduren antes de crecer, adolescentes que sepan antes de sentir, adultos que produzcan antes de pensar. El juego, la espera, la conversación sin interrupciones, el mirar por la ventana sin propósito, todo eso —que alguna vez fue vida— hoy se considera pérdida de productividad. Nos hemos tragado la mentira de que lo lento es ineficiente, y olvidado que la lentitud es la cuna de lo humano.
¿A dónde vamos con tanta prisa? No lo sabemos. Pero corremos igual, porque detenerse parece sospechoso. Pausar incomoda, pensar cansa, y observar parece un lujo. Hemos perdido el arte de contemplar: el sabor del café, el sonido de la lluvia, la risa sin filtro, el milagro cotidiano de estar vivos. Nos deslizamos sobre los días, sin tocarlos realmente.
La vida, sin embargo, no se acelera. Nos espera. Se sienta en el borde del camino, paciente, observando cómo corremos sin dirección. Y cuando por fin paramos —agotados, vacíos, desconectados de nosotros mismos—, la vida nos mira con una calma feroz. No reclama, no grita. Solo nos devuelve el silencio que tanto temíamos. Ese silencio donde todo se revela.
Porque al final, la prisa no nos salva: nos roba. Nos arranca la infancia, el asombro, el alma.
Y mientras creemos que avanzamos, lo único que dejamos atrás somos nosotros.
La vida no está en el correr.
Está en la pausa, en la respiración que nadie ve,
en ese segundo donde el mundo calla
y uno, por fin, se encuentra.