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La deuda pendiente con la salud mental en República Dominicana (II de II)

Cuando el sistema público no logra satisfacer las necesidades de la población, las alternativas privadas comienzan a ganar terreno.

Jenny Henríquez
Jenny Henríquez
2 agosto, 2025 - 6:42 PM
11 minutos de lectura

En República Dominicana, hablar de salud mental es hablar de urgencia, dignidad y desigualdad. En un país donde el costo de un tratamiento puede superar con creces el salario mínimo y los centros especializados escasean o se concentran en pocas regiones, miles de familias enfrentan solas el peso devastador de cuidar a un ser querido en crisis. La atención digna no puede seguir siendo un privilegio de pocos. Es indispensable contar con centros públicos suficientes, bien distribuidos y correctamente equipados, donde el paciente reciba acompañamiento integral y la familia no quede desamparada. La carga económica no puede seguir recayendo sobre quienes menos tienen. Invertir en salud mental no es solo una decisión sanitaria: es un acto de justicia social, un compromiso con la estabilidad familiar y una apuesta por el bienestar emocional de toda la nación.

Siguiendo con lo planteado en la primera entrega, donde expusimos la alarmante falta de planificación y cobertura en torno a la salud mental en el país, resulta imperativo enfocar ahora el lente sobre las soluciones urgentes que esta deuda histórica exige. No basta con identificar el problema: es hora de asumir el compromiso de corregirlo.

Lo primero que salta a la vista es la ausencia de centros públicos especializados, distribuidos de manera equitativa por provincias y municipios. Mientras algunas ciudades concentran los pocos espacios disponibles, extensas zonas del país carecen por completo de infraestructura donde atender, con dignidad y profesionalismo, a personas en crisis. Esa desigualdad territorial se traduce en abandono real para familias enteras, condenadas a enfrentar solas una lucha silenciosa, desgastante y muchas veces imposible de costear.

Porque cuando el sistema público no responde, lo privado se impone. ¿Pero a qué precio?

Cuando el sistema público no logra satisfacer las necesidades de la población, las alternativas privadas comienzan a ganar terreno. Sin embargo, es importante cuestionar el precio que se paga por esta transición. La calidad del servicio, la accesibilidad y la equidad son factores que deben ser considerados al evaluar el impacto de esta tendencia.

Hoy en día, internar a un paciente en crisis en un centro privado de salud mental puede costar aproximadamente 350,000 pesos por apenas diez días. Si el paciente no quiere ingresar, se ofrece contratar un “profesional sombra” que lo acompañe en casa, con un costo que supera los 400,000 pesos por los mismos 10 días, sin incluir alimentación para dicho personal.

Como si eso fuera poco, los medicamentos —cuando se consiguen— tienen precios que superan la lógica y el sentido común. Hay tratamientos que oscilan entre 5,000 y 8,000 pesos por unidad, y no se trata de una sola pastilla ni de un solo mes. Estamos hablando de tratamientos crónicos, continuos, que muchas veces combinan varios medicamentos esenciales. A esto se suma el costo de cada consulta: ver a un psiquiatra o psicólogo puede implicar pagar entre 5,000 y 7,000 pesos por sesión.

Pregunto: ¿cómo se supone que una persona que gana el salario mínimo puede sostener semejante carga? ¿Cómo garantizar el derecho a la salud mental bajo estas condiciones tan desiguales y crueles?

Pero no basta con tratar la enfermedad cuando ya es visible. La prevención debe ser el pilar sobre el cual edificar un sistema eficaz y humano. Para ello, se requiere una campaña educativa continua y nacional que llegue a escuelas, medios de comunicación, organizaciones comunitarias y hogares. Una campaña que enseñe a reconocer signos tempranos de depresión, ansiedad, trastornos bipolares y crisis psicóticas, y que promueva la búsqueda oportuna de ayuda sin miedo al estigma.

El hogar es el primer espacio donde estas señales aparecen y deben ser atendidas. Cambios en el ánimo, aislamiento, irritabilidad o conductas inusuales pueden pasar inadvertidos o malinterpretarse, agravando el cuadro. Por eso es fundamental formar a las familias, no solo para identificar estos signos, sino también para acompañar con paciencia y respeto. Muchas veces, la ignorancia y el miedo generan rechazo o violencia, pero con conocimiento se puede ofrecer apoyo y contener el dolor.

Convivir con un familiar en crisis es un reto que impacta la dinámica familiar y la salud emocional de todos. La angustia de no saber qué hacer o a dónde acudir es enorme. En casos de episodios violentos o agudos, muchas familias enfrentan la terrible decisión de expulsar a su ser querido por miedo, sin contar con alternativas seguras de cuidado. Esto genera un círculo de sufrimiento que solo puede romperse con recursos adecuados y formación.

Por ello, los centros de salud mental deben incluir espacios de internamiento temporales, con condiciones dignas, donde el paciente pueda recibir atención integral y las familias puedan sentirse acompañadas y orientadas. La formación a familiares debe incluir estrategias para manejar episodios de trastorno bipolar, detectar señales de depresión y prevenir crisis psicóticas, todo en un marco de respeto y sin estigmatización.

En el ámbito institucional, aunque se han dado pasos importantes —como el Plan Nacional de Salud Mental 2019-2022, el fortalecimiento del Departamento de Salud Mental y la plataforma “Cuida tu Salud Mental”— falta todavía consolidar una Comisión Nacional de Salud Mental permanente y multisectorial. Este organismo debe ser el motor que articule políticas, supervise su implementación, garantice recursos y escuche a las personas afectadas y sus familias.

Necesitamos centros públicos, funcionales, equipados y humanos. Espacios donde lo primero que se pregunte no sea “¿Qué tipo de seguro usted tiene?”, sino “¿Cómo se siente? ¿Cómo podemos ayudarle?”. Instituciones donde el respeto a la persona, al dolor, al proceso y a la familia sea una norma, no una excepción.

Hablar de salud mental no puede seguir siendo un tema mediático que se activa con el morbo de un titular o la viralización de un video. Detrás de cada episodio trágico o visible hay un drama silencioso que lleva años gestándose. Y sí, es muy fácil desde afuera señalar, juzgar, decir “eso es un loco”, o “lo echaron a la calle porque no lo quieren”. Pero nadie se detiene a pensar en la madre, el padre o el hermano que, al proteger su propia integridad física, enfrenta el dilema de ser visto como indolente si resguarda a su ser querido, o como cruel si lo deja salir. Siempre habrá motivo para señalar, pero pocas veces voluntad para comprender.

La verdad es que las enfermedades mentales las sufre quien las padece, pero también quienes acompañan ese proceso con amor, temor, impotencia y dolor. Y como sociedad, no tenemos derecho a mirar hacia otro lado.

La salud mental no es una moda discursiva ni una causa de temporada. Es una emergencia social que demanda estructura, sensibilidad y voluntad política seria. No se trata solo de construir más centros, sino de garantizar que estos funcionen, que el personal esté formado, empoderado y comprometido. Que los recursos lleguen. Que el respeto prevalezca. Y, sobre todo, que pongamos a la persona en el centro de todo.

Porque el día que miremos a cada paciente como si fuera nuestro hijo, nuestro padre, nuestro hermano, ese día, por fin, comenzaremos a actuar con el sentido de urgencia y humanidad que la salud mental exige.

Y mientras las respuestas humanas llegan, que sea Dios quien sostenga a los que sufren. Que Él mire con compasión a nuestras familias, a nuestros jóvenes, a nuestros adultos mayores. Que tenga misericordia de nuestra negligencia como sociedad y nos despierte a una nueva sensibilidad. Porque, cuando se cierran las puertas del sistema, solo queda el clamor. Y a veces, lo único que puede aliviar es saber que Dios nunca nos deja solos.

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