
La Navidad no comienza cuando se sirve la cena ni cuando se encienden las luces. Comienza mucho antes, en lo invisible: en la disposición del corazón con la que nos acercamos al otro. Todo lo demás, los adornos, la abundancia, la imagen perfecta, es apenas accesorio cuando falta lo esencial.
Sin embargo, no siempre lo recordamos. Hay mesas que, sin notarlo, se convierten en escenarios. En espacios donde las palabras pesan más que los silencios y donde los relatos personales se encadenan como listas de logros, viajes, negocios cerrados y bienes adquiridos.
La Navidad no fue pensada para la exhibición ni para el balance público de conquistas materiales. Su espíritu es otro. Resulta delicado, incluso doloroso, convertir el encuentro en una vitrina de prosperidad cuando, alrededor de esa misma mesa, puede haber quienes atraviesan la ausencia de trabajo, la incertidumbre económica o la fragilidad emocional que no siempre se nombra.
Reconocer lo recibido ordena el alma y honra a Dios. Pero existe una frontera clara entre la gratitud sincera y la exaltación del ego. Cuando el agradecimiento se transforma en enumeración constante de bienes y éxitos, deja de ser virtud y comienza a herir, aunque no lo pretenda.
Hay conquistas que merecen celebrarse en la intimidad, en el recogimiento de una oración silenciosa. Hay bendiciones que se honran mejor cuando no se exhiben, cuando no se colocan frente a quienes aún luchan por sostener lo básico. La discreción, en estos casos, también es una forma elevada de amor.
El verdadero espíritu de la Navidad no habita en lo que se posee, sino en la capacidad de compartir el espacio con humildad y respeto.
Se manifiesta en la cercanía auténtica, en la conversación que acoge, en la mesa que no compara ni compite. Surge cuando el corazón se alegra simplemente porque todos pudieron estar presentes, sin importar cómo fue el año ni cuán pesadas fueron sus cargas.
Y es entonces cuando conviene recordar a Jesús. No al Jesús ornamental de las tradiciones, sino al que eligió la pobreza como lenguaje, el silencio como cuna y la sencillez como camino. Al que no tuvo dónde reclinar la cabeza y, aun así, ofreció descanso. Al que jamás necesitó alardear de lo que era, teniendo todo para hacerlo.
Si Él llegara hoy a nuestras mesas, no preguntaría cuánto logramos ni qué compramos. Se sentaría junto al más callado, junto al que sonríe para no explicar su año, junto al que agradece en silencio lo poco o lo suficiente. Y quizá, solo quizá, nos recordaría que donde el ego ocupa el centro, Él no encuentra lugar.
Que en esta Navidad la mesa quede libre de vanidades para que Jesús pueda sentarse. Que haya espacio para el silencio, la empatía y el abrazo sincero. Porque solo cuando el ego se retira, el amor encarnado encuentra dónde habitar. Y entonces, solo entonces, la Navidad acontece de verdad.