El placer oculto en el sufrimiento ajeno: la oscura realidad del schadenfreude

Antes de adentrarnos en sus sombras, conviene nombrarlo con precisión. Schadenfreude es una palabra alemana que une dos términos: schaden (daño) y freude (alegría).

Significa, literalmente, “alegría por el daño ajeno”. No es un concepto nuevo ni un invento de la cultura digital; es un fenómeno ancestral que describe ese impulso humano —incómodo, reprimido y universal— de experimentar placer cuando otro sufre una caída, un fracaso o una humillación.

Aristóteles ya advertía sobre el deleite malicioso que algunos sienten ante la desgracia ajena; Freud lo interpretó como una válvula de escape para la frustración; y las neurociencias actuales confirman que el cerebro activa los mismos circuitos de recompensa ante el dolor del otro que ante el éxito propio.

Es decir: el schadenfreude no es solo moralmente cuestionable, sino biológicamente tentador. Y, aun así, nunca había encontrado un terreno tan fértil como el de hoy.

Vivimos tiempos donde la desgracia ajena se ha transformado en espectáculo y la humillación en contenido.

Basta deslizar un dedo para comprobarlo: el dolor del otro se traduce en risas rápidas, comentarios mordaces y memes virales. Lo trágico ya no duele: entretiene. El error ajeno ya no enseña: alimenta el ego de quien observa desde su butaca digital, cómoda y anónima.

El schadenfreude moderno no se oculta detrás de una ventana entreabierta; ahora se disfraza de opinión, de “libertad de expresión”, de sarcasmo inteligente.

Se manifiesta en el placer casi artístico con que algunos esperan la caída del que brilla demasiado, del que parece demasiado feliz, del que osa destacar. Y cuando finalmente tropieza, el aplauso es ensordecedor. No por justicia, sino por envidia maquillada de moral.

Resulta irónico —y casi poético— que en una era que predica la empatía, el autocuidado y la salud mental, prospere una cultura que goza más viendo caer que ayudando a levantarse. Queremos paz, pero consumimos caos… siempre y cuando sea ajeno. Queremos amor, pero compartimos odio si genera “likes”.

Quizás el schadenfreude no sea solo un síntoma, sino un espejo. Refleja la frustración colectiva de una sociedad que aplaude la caída del otro porque no sabe construir su propio ascenso. Es el consuelo íntimo del mediocre: “si yo no puedo ser más alto, al menos deja que yo te empuje hacia abajo”.

No, no todos somos crueles. Pero casi todos, en algún rincón del alma, hemos sentido ese cosquilleo discreto cuando al “perfecto” le sale mal algo, cuando el arrogante tropieza, cuando el imbatible se desinfla. Lo incómodo es admitirlo. Lo peligroso es disfrutarlo demasiado.

Porque el schadenfreude puede parecer inofensivo, pero, como toda adicción, exige dosis más fuertes. Empieza con una risa, continúa con una burla y termina creando una sociedad incapaz de alegrarse por el éxito ajeno. Y cuando eso ocurre, el sufrimiento ya no es ajeno: es colectivo. Una comunidad que se alimenta de caídas termina viviendo arrodillada.

Quizás el verdadero acto de rebeldía hoy sea simple, casi minimalista, pero profundamente contracultural: alegrarse sinceramente por el bien ajeno. Aunque cueste. Aunque duela un poco. Aunque el algoritmo no lo premie.

Porque solo cuando aprendamos a celebrar lo que no nos pertenece estaremos verdaderamente listos para construir algo que sí sea nuestro.