Los avances de la neurociencia han confirmado lo que muchos educadores han intuido durante décadas: el aprendizaje no es un fenómeno aislado del contexto, sino una experiencia profundamente biológica, emocional y social. El cerebro de un niño no puede aprender adecuadamente si no están cubiertas sus necesidades más esenciales: nutrición, descanso, afecto, seguridad. Pretender lo contrario es desconocer cómo funciona el desarrollo humano.
Durante los primeros años de vida —incluso desde la gestación— el cerebro se moldea a partir de las experiencias que recibe. Los estímulos positivos, como la contención afectiva, la alimentación equilibrada o el descanso reparador, favorecen el crecimiento de redes neuronales y el desarrollo de habilidades cognitivas complejas. Pero cuando estas condiciones faltan, cuando la infancia se ve marcada por la escasez o el abandono, el cerebro activa mecanismos de supervivencia que bloquean o limitan el aprendizaje.
El Dr. Bruce Perry, reconocido especialista en psiquiatría infantil y neurodesarrollo, lo expresa con contundencia: “Cuando un niño está estresado, asustado o hambriento, su cerebro prioriza la supervivencia. Y un cerebro que lucha por sobrevivir no puede aprender”. No se trata de una metáfora, sino de procesos fisiológicos medibles. En situaciones de privación o estrés crónico, el cuerpo libera cortisol de forma sostenida, afectando zonas clave como el hipocampo y la corteza prefrontal —estructuras directamente vinculadas con la memoria, la atención y el pensamiento lógico.
De forma similar, la Dra. Nadine Burke Harris, pionera en el estudio del estrés tóxico infantil, ha demostrado que los niños expuestos a entornos inestables o negligentes presentan alteraciones en sus respuestas cognitivas y emocionales. “Las experiencias adversas en la infancia no sólo afectan la salud mental, sino que alteran el desarrollo cerebral en formas que interfieren con el aprendizaje y el comportamiento en el aula”, señala.
A esto se suma una realidad evidente: los maestros, por más preparados y comprometidos que estén, no pueden suplir las funciones que corresponden a otros actores del entorno social y familiar. La escuela no puede ser el único soporte de un niño cuyas necesidades fisiológicas y emocionales están desatendidas. Enseñar en medio de la carencia estructural es como intentar encender una lámpara sin energía: la intención es noble, pero el sistema no responde.
La teoría de Abraham Maslow sobre la jerarquía de necesidades humanas ya lo anticipaba desde la psicología humanista: sin comida, descanso y seguridad, no hay posibilidad de autorrealización, y mucho menos de rendimiento académico. Hoy la neurociencia lo confirma con mapas cerebrales y datos empíricos.
Esta comprensión debería obligarnos a replantear el modo en que concebimos la educación. No basta con exigir resultados escolares si no atendemos primero las condiciones que hacen posible el aprendizaje. La educación, si quiere ser efectiva y equitativa, debe ir de la mano de políticas públicas que garanticen la alimentación escolar, el acceso a la salud mental, el acompañamiento a las familias y la dignificación de la infancia.
El cerebro humano es una máquina asombrosa, pero no aprende en cualquier terreno. Requiere un suelo fértil: un entorno que lo proteja, lo nutra y lo haga sentir seguro. No hay alfabetización emocional ni razonamiento matemático que florezca en medio del hambre, la violencia o la incertidumbre.
Es hora de dejar de pedirle milagros a la escuela. Los aprendizajes significativos no ocurren en el vacío, sino en contextos donde el cuerpo y el alma están mínimamente sostenidos. Y si bien el aula es un espacio de posibilidades, el aprendizaje comienza —y se sostiene— mucho antes y mucho más allá de sus paredes.
¿Podemos, en conciencia, seguir responsabilizando únicamente a la escuela por los fracasos educativos, cuando no hemos garantizado a cada niño el alimento, la seguridad y el afecto que hacen posible el acto de aprender?