
El verdadero abismo entre nosotros no es el dinero. No es la clase social. No es la etnia ni el apellido. Lo que verdaderamente nos separa como sociedad es la educación.
Y no hablo de títulos universitarios ni de gramática perfecta. Hablo de civismo, de respeto al otro, de sentido común y de responsabilidad social.
Me preocupa cómo estamos normalizando la falta de respeto. En las playas de nuestro país, que deberían ser espacios de descanso y contemplación, vemos familias completas dejando sucio el lugar que acaban de disfrutar: botellas, vasos plásticos, fundas, pañales… La arena se convierte en un vertedero tras cada visita. En los ríos, el panorama no es distinto: dejamos flotar nuestra desidia y luego nos quejamos del abandono.
En una de mis últimas visitas a la playa, un caballero paseaba con un perro enorme, sin bozal ni correa. El animal se acercaba constantemente a mí y a otras personas. Le pedí, con respeto, que lo alejase. Su respuesta fue la misma que se repite en muchas otras situaciones: “La playa es libre”. Y sí, es libre. Pero lo que olvidamos es que esa libertad está limitada por el respeto al otro. Tener un perro no es el problema. El problema es no asumir la responsabilidad que implica su presencia en un espacio compartido.
Caminar por las calles y ver a personas arrojando envoltorios dondequiera. Ver conductores lanzando basura desde sus vehículos, sin el más mínimo reparo. Ver a hombres orinando en plena vía pública como si la ciudad fuera un baño gigante. Asistir a una clínica y enterarte de la vida entera de la paciente de al lado porque su familia conversa en voz alta, sin reparar en los demás. Intentar leer en el transporte público mientras un desconocido escucha notas de voz y videos en altavoz, como si todos debiéramos compartir su mundo.
Todo eso, y más, nos habla de una profunda desconexión con el valor de la convivencia.
Pero a veces, lo más peligroso no es la acción, sino la reacción. Si pides que alguien baje el volumen de su conversación o que mueva su vehículo porque bloquea tu marquesina, te arriesgas a una confrontación que puede escalar.
Si solicitas que protejan tu casa de los escombros y el polvo de una construcción vecina, pasas a ser “el conflictivo”. Y si denuncias un abuso evidente, puedes terminar siendo víctima de represalias. Vivimos en una sociedad donde reclamar tus derechos puede convertirse en el problema más grande de tu vida.
¿Qué nos está pasando?
Expertos en comportamiento ciudadano lo han advertido: el verdadero problema no es la falta de normas, sino la falta de voluntad para respetarlas. Sociólogos señalan que cuando el respeto se convierte en excepción y no en regla, la convivencia se resiente y la violencia se normaliza.
El sociólogo Wilfredo Lozano ha dicho que el deterioro de la educación cívica es tan peligroso como el deterioro institucional. Y no se equivoca. Cuando se pierde el sentido de lo común, del bien colectivo, también se pierde la capacidad de reconocernos como parte de algo más grande que nosotros mismos.
Otros especialistas en cultura ciudadana insisten en que no se trata solo de falta de educación formal, sino de una pérdida creciente de empatía. Nos hemos vuelto más reactivos, más agresivos, más indiferentes. Y en ese ambiente, la cortesía parece un lujo, la amabilidad una rareza y la responsabilidad un favor.
La educación no es solo una obligación del Estado. Es una responsabilidad colectiva. No podemos seguir diciendo “eso no es conmigo” cuando lo que está en juego es el tejido social mismo.
Entonces me pregunto:
¿Hasta dónde debemos ser flexibles para evitar tragedias?
¿Hasta cuándo seguiremos callando para no incomodar a quien nos irrespeta?
¿Hasta qué punto debemos tolerar lo intolerable para evitar una confrontación que no buscamos?
La educación —la verdadera, la que se vive, la que se refleja en los actos cotidianos— es lo único que puede reconciliarnos con el otro. Porque no hay convivencia posible donde no hay respeto. Y si no volvemos a ella, el verdadero abismo entre nosotros será, simplemente, irreparable.