
Diciembre llega, y aunque vivamos en un país tropical donde la brisa es un lujo ocasional y el frío es más mito que realidad, nuestros corazones hacen su propio clima. Idealizamos estas fechas esperando sentir ese “toque invernal” que las películas venden, como si el espíritu navideño necesitara temperaturas bajo cero para funcionar.
Y, sin embargo, basta mirar alrededor para entender que la magia no viene del clima, sino de la disposición: de ese deseo colectivo de que el ambiente se vuelva más festivo, más agradable, más armónico, y que la presencia de Jesús se perciba de manera real, no decorativa.
En medio del ruido, el afán y las tensiones del año, diciembre abre un espacio inesperado. La fe florece donde parecía marchita, el perdón se considera aunque cueste admitirlo, y la cercanía fluye entre personas que durante meses se dejaron arrastrar por la prisa.
Es como si este mes nos recordara que, antes que ciudadanos agotados, somos seres humanos necesitados de consuelo, de afecto y de sentido.
Pero la belleza de diciembre no nos ciega ante la realidad social. Venimos de un año marcado por desafíos evidentes: un costo de vida que sube sin respetar la temporada, instituciones que parecen perder el ritmo de la ciudadanía y discursos políticos que hablan de bienestar desde oficinas con aire acondicionado que nunca falla.
A veces da la impresión de que las autoridades viven en un país distinto, uno donde todo funciona, todo mejora y todo avanza, siempre según sus propios informes, claro está.
Mientras tanto, la gente real, la de a pie, la que madruga, la que cuenta cada peso, la que mantiene vivo el país sin cámaras ni reconocimientos, sigue sosteniendo la esperanza desde abajo. Y ese simple acto, en estas fechas, se convierte en un gesto profundamente espiritual.
Porque Cristo se manifiesta justamente ahí: en la generosidad silenciosa, en el abrazo que consuela sin condiciones, en la mano extendida que no pregunta credenciales. La Navidad se encarna en lo cotidiano, no en teorías ni en discursos que se diluyen después del brindis.
Por eso recibimos diciembre con una mezcla honesta de crítica y esperanza.
Crítica para no repetir los errores ni aceptar como normal lo que no debería serlo.
Esperanza para creer que el próximo año puede ser distinto, no por un milagro político, sino porque cada uno de nosotros decide aportar un poco más de luz a un país que la necesita.
Que este diciembre nos encuentre con lucidez, pero también con ternura.
Con conciencia, pero sin perder la capacidad de asombro.
Y, aunque el clima no coopere con la fantasía invernal, que al menos nuestros corazones generen ese fresco necesario para que la fe respire y la presencia de Jesús se sienta, sin duda, en el ambiente.