El prestigio académico se desvanece cuando el lenguaje se vuelve vulgar, el respeto se extravía y la conducta contradice lo aprendido. El saber sin cortesía es como una lámpara encendida pero cubierta con un paño: existe la luz, pero no ilumina.
La educación universitaria y los logros académicos no deberían ser simples adornos que otorgan prestigio, sino herramientas vivas para construir una vida íntegra y útil a los demás. Tener un doctorado, una maestría o un sinfín de diplomas no convierte automáticamente a nadie en una persona virtuosa. Los títulos pueden certificar conocimientos, pero no certifican nobleza. Lo que realmente revela el valor de la educación es cómo esta moldea el carácter, orienta nuestras decisiones y transforma nuestras interacciones diarias.
Es preocupante cuando personas con un alto nivel de estudios, en lugar de usar su preparación para sumar y servir, adoptan actitudes autoritarias, egoístas o despectivas. No es raro escuchar a alguien presumir de su posgrado mientras se dirige a otros con frases cortantes: “Eso es una tontería”, “¿Acaso no entiendes?”, “Muévete, que no tengo tiempo”. Y no se trata de demonizar toda palabra fuerte —en ciertos contextos, el lenguaje coloquial puede incluso expresar cercanía—, pero cuando el tono lleva carga de desprecio, el problema deja de estar en la palabra y se instala en la intención.
El conocimiento, incluso el más brillante, pierde legitimidad moral cuando se divorcia de la cortesía, la honestidad y la cooperación. Puede seguir teniendo un valor técnico —un cirujano con lenguaje vulgar puede salvar una vida en una sala de operaciones—, pero carecerá de la capacidad de inspirar confianza, motivar equipos o tender puentes humanos. La formación académica sin humanidad es como una espada muy afilada en manos de quien no sabe distinguir entre defender y herir.
En el entorno laboral, esta incongruencia se percibe en actitudes tan sutiles como dañinas: profesionales que ocultan información por temor a que otro brille más, que interrumpen o ridiculizan las ideas ajenas, o que confunden liderazgo con imposición. El conocimiento deja de ser un recurso compartido y se convierte en una herramienta de control. En la vida social, se manifiesta en conversaciones plagadas de chismes, burlas o comentarios que, bajo la excusa de “franqueza”, esconden soberbia. Incluso en el hogar, donde más se espera apoyo y cercanía, el conocimiento sin empatía puede levantar muros invisibles: frases que cortan el diálogo, críticas sin propósito constructivo o indiferencia ante las necesidades de los demás.
La verdadera educación no se mide por los pergaminos colgados en la pared, sino por actos que, día tras día, construyen respeto, cooperación y confianza. No basta con saber argumentar, citar teorías o resolver problemas complejos si en el trato diario se siembra desconfianza o malestar. El verdadero sello de una persona culta está en cómo escucha, cómo se expresa y cómo reacciona ante la discrepancia.
Ser culto no es solo saber mucho; es saber vivir con lo que se sabe. Es convertir el conocimiento en un puente que acerque a las personas, y no en una muralla que las separe. Implica usar lo aprendido para resolver problemas sin humillar, para corregir sin herir, para enseñar sin imponer. Significa entender que un gesto de respeto puede abrir más puertas que una argumentación perfecta pero altanera.
En última instancia, la coherencia entre lo que sabemos y lo que hacemos es lo que da sentido a la educación. Un conocimiento que no inspira ni transforma, por más títulos que lo respalden, corre el riesgo de convertirse en una máscara elegante… pero vacía. Y esa es, quizá, la peor forma de desperdiciar la luz que alguna vez nos fue entregada.