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Cuando el miedo manda, la vida se detiene

El miedo, en su origen, es un aliado. Nos advierte de peligros reales, nos impide cruzar la calle sin mirar, nos frena ante el precipicio y nos recuerda que somos frágiles

En nuestra sociedad, confundimos demasiadas veces la prudencia con la parálisis

Jenny Henríquez
Jenny Henríquez
25 agosto, 2025 - 2:16 PM
7 minutos de lectura

Todos, en algún momento, hemos sentido miedo. Más de lo que solemos reconocer, más de lo que confesamos en voz alta. El miedo se disfraza de prudencia, se esconde tras excusas razonables, se justifica como sensatez. Pero ahí está: latiendo en el pecho, paralizando los gestos, saboteando los sueños. No es una rareza ni una debilidad; es la más humana de las emociones. El verdadero dilema no es sentirlo, sino permitir que gobierne nuestra vida.

El miedo, en su origen, es un aliado. Nos advierte de peligros reales, nos impide cruzar la calle sin mirar, nos frena ante el precipicio y nos recuerda que somos frágiles. Pero cuando esa voz, útil en esencia, se eleva por encima de nuestro deseo de vivir, deja de ser guardián para convertirse en carcelero. Y es entonces cuando la existencia se encoge, cuando los días se vuelven pasillos estrechos donde apenas cabe la rutina.

En nuestra sociedad, confundimos demasiadas veces la prudencia con la parálisis. Hay quienes nunca se presentan a una entrevista porque temen no estar a la altura; quienes rechazan una beca porque anticipan un fracaso que aún no ha ocurrido; quienes rehúyen del amor porque aún les arde la memoria de una herida. Otros callan eternamente en público porque creen que la voz les temblará, renuncian a aprender un idioma convencidos de que será demasiado difícil, o se resignan a no perseguir un sueño porque lo juzgan como “ajeno”, reservado para otros más capaces o más afortunados.

En todos los casos, opera el mismo mecanismo: la sobrevaloración de la incomodidad inmediata y la subestimación de la recompensa futura. El miedo es un gran distorsionador. Nos hace imaginar rechazos que nunca llegarán, miradas críticas que nadie nos dedica, fracasos que jamás se concretan. Es la maquinaria de lo improbable funcionando con asombrosa eficiencia. Y mientras fabricamos escenarios de ruina, la vida —esa suma irrepetible de intentos, riesgos y azares— pasa de largo.

Vivir exige probar. Exige mojarse los pies en aguas desconocidas, aceptar que el camino al éxito está sembrado de tropiezos, reconocer vulnerabilidades sin rendirse a ellas. Nadie aprende a nadar desde la orilla; nadie conquista una cima sin antes sentir el vértigo de la subida; nadie descubre lo profundo del amor sin arriesgarse a la fragilidad de un “sí”.

La cobardía, disfrazada de sensatez, ha privado a muchos de lo irrepetible: de ver un amanecer en tierras lejanas, de emprender un negocio que pudo transformar una vida, de reconciliarse antes de que fuera demasiado tarde, de comenzar una historia de amor que, aunque breve, pudo ser luminosa. El miedo no siempre nos protege de la herida: muchas veces nos priva del milagro.

Y, sin embargo, no se trata de desterrar el miedo. Nadie está llamado a la temeridad absoluta. Lo que nos hace avanzar no es la ausencia del temor, sino la decisión de actuar a pesar de él. Esa es la esencia de la valentía: temblar, pero dar el paso; dudar, pero hablar; vacilar, pero insistir. El miedo es brújula cuando lo escuchamos con inteligencia, pero es frontera cuando lo obedecemos ciegamente. Y no cualquier frontera: una que no preserva de la muerte, sino que impide la vida.

Todos lo hemos experimentado: ese instante en que el corazón late desbocado, en que la mente grita que retrocedamos. Pero cuando, con voz quebrada o manos temblorosas, seguimos adelante, descubrimos una verdad simple y poderosa: lo que parecía un muro era, en realidad, una puerta.

La valentía no borra el miedo, lo redimensiona. Nos recuerda que el peligro existe, pero también que el aprendizaje es mayor. Que la incomodidad pasa, pero la satisfacción permanece. Que lo que hoy nos asusta, mañana puede convertirse en nuestra mayor fortaleza.

Al final, la gran pregunta se impone: ¿qué harías si el miedo no existiera? Algunos responderán que se atreverían a cambiar de trabajo, a escribir un libro, a viajar solos, a pedir perdón, a declararse a alguien. Otros dirán que iniciarían un negocio, que aprenderían un arte, que al fin se lanzarían a vivir lo que postergan desde hace años. Esa respuesta no es un capricho de la imaginación: es la hoja de ruta hacia la vida que aún nos debemos.

Porque no hay cárcel más estricta que aquella cuyos barrotes construimos nosotros mismos. El miedo levanta esas rejas invisibles, pero basta un gesto de coraje —a veces pequeño, casi imperceptible— para descubrir que nunca estuvieron cerradas.

La vida, con sus riesgos y promesas, nos espera siempre del otro lado del temor. Y aunque el salto intimide, casi siempre, cuando lo damos, comprendemos que el suelo era más firme de lo que pensábamos.

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