En las aulas, en las esquinas, en las redes: los adolescentes han comenzado a hablar en otro idioma. Uno propio. Uno que no figura en los diccionarios, pero que circula con absoluta naturalidad entre quienes tienen entre 9 y 20 años.
No lo aprendieron en la escuela, sino en la velocidad de los videos cortos, en los ecos de la música urbana, en los gestos breves que sustituyen frases completas.
Hablan, sí. Pero a menudo, quienes los observamos desde fuera, no entendemos nada. Dicen “le llegaste” cuando alguien comprende. “Frenando feo” cuando están por llegar a un lugar. “Pila e’ cosa” para referirse a un exceso o a una situación abrumadora. Y “sicario”, lejos de su sentido literal, designa ahora a alguien “duro”, “vacano”, alguien que destaca. Pero hay más: “ta heavy”, “ta durísimo”, “ta en olla”, “ta chipeando”, “ta ruling”, “ta quillao”, “ta chucky”.
Cada una encapsula emociones que antes necesitaban frases completas: alegría, frustración, enojo o simple complicidad. En cuestión de segundos, un adolescente puede pasar de “ta chill” a “ta quillao”, y la conversación sigue como si se tratara de un código secreto perfectamente comprendido por su generación.
A esa creatividad local se suman los anglicismos que gobiernan las pantallas: cringe, funar, random, aesthetic, POV, hype, cap, lowkey, vibe, mood, fake, stalkear, bro, bestie, shippear, goals.
Un lenguaje híbrido, a medio camino entre el inglés y la jerga dominicana, que se adapta con la misma velocidad con que cambian los “trends”.
Ahora se dice “bestie” para llamar con cariño a una amiga; “fake” para señalar lo falso; “stalkear” cuando alguien revisa obsesivamente las redes de otro; y “mood” para resumir todo un estado de ánimo en una sola palabra o imagen.
Todo se dice al paso, entre emojis, audios y memes. Como si lo importante ya no fuera construir una idea, sino mantener el ritmo, ser parte del momento, no quedarse fuera de la conversación digital.
Esto no pretende ser un lamento nostálgico. Las lenguas cambian —y deben hacerlo—; cada generación inventa sus propias claves para nombrar el mundo. Pero sí es una invitación a pensar: ¿qué ocurre cuando el lenguaje se vuelve tan fugaz que ya no alcanza para decir lo esencial? ¿Cómo se cuenta una emoción verdadera con palabras tan prestadas, tan recortadas?
Porque cuando el idioma se empobrece, la realidad también se vuelve más estrecha.
Y si los jóvenes ya no encuentran palabras para expresar lo que sienten, quizás estemos perdiendo algo más que vocabulario: la posibilidad de escucharlos de verdad.
Así que la pregunta no es si debemos aceptar esta nueva forma de hablar, sino algo más profundo: ¿cuánto se dice realmente… cuando ya casi no se habla?