No hay escuela, por muy quijotesca que sea, que pueda suplir lo que el hogar ha abdicado: la responsabilidad de educar. Hoy, la noble división del trabajo entre la escuela que enseña y la familia que educa se ha desmoronado en un caos donde la maestra, sola y sin más recursos que su ingenio, carga con el peso de la quiebra cívica, mientras los padres, con una indolencia digna de estudio, delegan su labor en la niñera digital.
Los cánones pedagógicos de antaño proclamaban una división del trabajo virtuosa: a la escuela le incumbía la noble tarea de enseñar, mientras que, a la familia, la aún más sublime de educar. Un pacto tácito, un engranaje perfecto donde el saber académico se amalgamaba con los pilares del civismo. Pero, ¡ah!, cuán pintoresco se antoja aquel ideal en esta era de despropósitos. Los roles se han trastocado con un cinismo que roza lo tragicómico.
Ahora, el claustro escolar se desvive en malabarismos burocráticos, prisionero de planes, competencias y diagnósticos que se acumulan en montañas de papel. Y, mientras la escuela lidia con esa quimera, la familia, con una indolencia digna de estudio, delega en la figura de la maestra. Esa mujer que, con la paciencia de un santo, administra un aula hacinada, sin más recursos que su ingenio y la cartulina reciclada. A ella se le encomienda la colosal labor de cincelar el carácter de 37 almas, mientras el hogar abdica de su rol ancestral.
No es que la escuela se rinda, no. Se afana en su quijotesca cruzada. Disfraza la precariedad con creatividad, celebra actos patrios con escenografías de cartón y hace de la didáctica una proeza. Pero, ¿qué hace el hogar? El hogar, ese supuesto santuario de la formación, lo ha sustituido por el resplandor hipnótico de las pantallas. La tableta y el celular se han erigido en niñeras digitales, anulando el diálogo en un scroll infinito. Y en los hogares con menos recursos, el vacío se llena con un veneno aún más potente: el libre albedrío sin consecuencias, un hogar donde la única norma es la ausencia de ellas.
Es entonces cuando se consuma el absurdo. Esos mismos padres, tan diligentes en su delegación, corren al despacho de la maestra para protestar si esta se atreve a corregir, a poner límites, a exigir reglas básicas de convivencia. Como si fuese un acto de insubordinación recordar que lo que se tumba se levanta, que lo que se ensucia se limpia, o que si usas el inodoro, se descarga. Incluso vemos pies encima de las mesas o pupitres. Y cuando se pide por favor que bajen los pies, la respuesta es un lacónico "suéltame en banda, vieja 'e mierda", "esta maestra sí azara", o la ofrenda simbólica del dedo del medio.
Porque convengamos en algo: no existen las palabras mágicas. Donde otrora se escuchaba un "gracias", un "por favor" o un "buenos días", hoy resuenan ecos de un "cállate la maldita boca" o "rapa a tu mai". Y con semejante repertorio, no hay milagro pedagógico que valga. La escuela podrá instruir en matemáticas y ciencias, pero nunca, bajo ninguna circunstancia, podrá suplir la educación en valores que solo puede germinar en la cuna del hogar. Es de un asombro mayúsculo cómo exigimos de la escuela lo que la familia no tuvo a bien sembrar.
En la vorágine de este sinsentido, la maestra, esa figura solitaria en la primera línea de batalla, se erige como el último bastión de la civilidad. La pedagogía de antaño no ha muerto; ha sido abandonada. Y como bien lo advertía el psicólogo Urie Bronfenbrenner, un niño no se desarrolla en el vacío. Su crecimiento es el resultado de la interacción de su familia, su escuela y su entorno. Cuando uno de estos pilares se desmorona, el peso recae sobre los demás. No podemos, ni debemos, exigir a la maestra que construya el edificio de la decencia sobre los cimientos de la indolencia familiar. La educación, en su sentido más profundo, es una labor compartida. La escuela enseña, pero es el hogar el que educa. Y sin este último, la labor de la maestra, por heroica que sea, será siempre una batalla perdida.