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Cronicanto vencido a la impunidad (De Cobras, pulpos y calamares)

Nuestro problema no es la corrupción sino la impunidad, que a la fecha no han logrado eliminar ninguno de nuestros gobiernos

Pablo McKinney
Pablo McKinney
9 diciembre, 2025 - 7:39 AM
4 minutos de lectura
Pablo McKinney
El bulevar de la vida
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La corrupción no es el problema. Al fin, ella ha acompañado siempre a los colectivos humanos en las islas, al punto de que, desde los tiempos de la señora del gobernador Ovando, se habla de una licitación para el acueducto de la zona histórica de la ciudad, supuestamente amañada para favorecer a un jovenzuelo del Body Shop de la época, supuestamente de la intimidad de la doña Leonor.

Nuestro problema no es la corrupción sino la impunidad, que a la fecha no han logrado eliminar ninguno de nuestros gobiernos. Si en los amores, más que al adulterio en sí jode el “cuchicheo”, de la corrupción lo grave es la impunidad, con fantochería y exhibicionismo.

En la actualidad, tenemos partidos tan pequeños, que podrían celebrar una reunión de su comité central en el asiento trasero de un Kia Picanto, sólo que, muchos de sus dirigentes son rapaces como ratón con hambre en la casa donde está desaparecido el gato. Leyes sin garras. Elecciones como inversión.

De 1966 a 1996, era fácil esto de la corrupción, pues se daba como un hecho que Balaguer, el déspota más ilustrado de los delfines de Trujillo, poseía innatas capacidades para convertir la corrupción en un instrumento para el control político.

Hagan memoria o pregúntenle al abuelo. No olvidemos que Trujillo fue impuesto por Estados Unidos, no solo para tener control del país, sino también para apaciguar, ordenar y evitar la continuidad del “conchoprimismo” militante de esos años.

Trujillo, como Hitler o Trump, son el fruto de unos olvidos, del descuido irresponsable de unas élites económicas y políticas que no han logrado constituirse en clase gobernante, aunque sí dominante, (J. Bosch).

Unas élites celosas (como guinea tuerta) de sus viejos privilegios, al punto de que muchos de sus miembros se asumen ya, no solo como oligarquía sino también como monarquía nacional con la corona del dinero.

El país no ha cambiado tanto. Busque los apellidos de los ministros y suplidores del Estado de todos nuestros gobiernos desde Pedro Santana (1844) hasta ayer, y encontrará el origen de muchas de las fortunas nacionales que, apoyadas en actores de las élites políticas, lograron el bíblico milagro, no de los panes y los peces, sino el de aumentar el número de sus miembros y, finalmente, profesionalizar la bendita corrupción.

Por eso nos ha sido tan difícil, -en los hechos- frenar la impunidad.

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