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Cortesía del diablo

Vivimos en la era del cristianismo de escaparate, ese que no requiere convicción, sino buena iluminación. Basta con una sonrisa ensayada, un versículo en la biografía y un “Dios te bendiga” con voz celestial para ocultar el alma en ruinas.

Jenny Henríquez
Jenny Henríquez
21 octubre, 2025 - 12:03 PM
5 minutos de lectura

En una conversación reciente con mi padre, coincidimos en algo que no suele aparecer en los noticieros, pero se respira en cada esquina: la gente ya no vive, actúa.

Cambian de personaje según el escenario. En la oficina, un dechado de paciencia; en las redes, teólogos de ocasión; en la iglesia, santos de domingo; y en la sombra, los verdaderos rostros: egos inflados, lenguas filosas y manos que acarician con un lado mientras empujan con el otro.

Vivimos en la era del cristianismo de escaparate, ese que no requiere convicción, sino buena iluminación. Basta con una sonrisa ensayada, un versículo en la biografía y un “Dios te bendiga” con voz celestial para ocultar el alma en ruinas. Se bendice en público y se envenena en privado.

Se comparte una imagen de una Biblia abierta mientras se ignora al vecino necesitado. Se alzan las manos en el templo y se bajan los ojos para no mirar al mendigo en la calle. Se habla de perdón, pero se lleva un inventario detallado de ofensas, actualizado con esmero.

En esta comedia social, algunos sufren más con tu felicidad que tú mismo al perderla. Se les atraganta tu sonrisa, pero la disimulan con un abrazo. Aplauden tus logros con la misma mano con la que más tarde redactan su crítica. ¡Qué refinamiento moral! Bendecirte mientras por dentro organizan el velorio de tu alegría. Toda una elegancia espiritual… cortesía del diablo, por supuesto.

La hipocresía moderna ha alcanzado rango de arte. Se predica paciencia mientras se siembra discordia; se defiende la paz mientras se alimenta el chisme; se habla de amor mientras se ignora con maestría a quien no conviene. En las reuniones laborales, se felicita con cortesía al compañero ascendido, y al cerrar la puerta, se maldice su suerte.

En las cenas familiares, se reza antes de comer, pero se sirve el plato con rencor. En los grupos de oración, se eleva una plegaria por el prójimo, pero luego se le disecciona con bisturí verbal. El guion está tan bien aprendido que ya no parece teatro… parece vida real.

Lo más inquietante es que hay quienes han habitado tanto tiempo su personaje que olvidaron quiénes son. Su bondad es de libreto, su fe es de temporada, su empatía es de selfie. Pronuncian un “aquí estoy para ti” con sonrisa de catálogo, y mientras tú confías, ellos toman nota de tus heridas. Algunos no clavan la daga… la administran con elegancia, en pequeñas dosis, para no manchar la reputación.

Pero el cristianismo auténtico no necesita reflectores. No se exhibe: se vive. Es el que calla para no humillar, el que ayuda sin publicar, el que se alegra por el triunfo ajeno sin medirlo con envidia, el que perdona sin condiciones ni cámaras. Es el que no recita versículos: los encarna. Amar sin fingir, servir sin calcular, orar sin anunciarlo: ese es el verdadero milagro.

Que esto nos sirva de espejo. No basta el saludo amable que calla ante la injusticia, ni la oración que se eleva solo para aparentar. La fe no es una escenografía, ni la bondad un filtro de Instagram. Ser cristiano no es saber decir “Dios te bendiga”, sino ser bendición donde nadie mira. Todo lo demás, con su tono piadoso y su sonrisa diplomática, no pasa de ser cortesía del diablo.

Porque al final, cuando el alma se mire sin máscaras, solo quedará una verdad: ¿fue usted testigo del Evangelio… o actor de su propia farsa?

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