Cinco pesos de paz mental

En los últimos años, la paz mental ha sido reducida a una especie de mercancía emocional de bajo costo: un producto expreso, casi desechable, que se utiliza para sobrellevar el agotamiento colectivo. La adquirimos como quien compra un dulce en el colmado: “cinco pesos de calma, por favor”, para no perder la cordura en medio de un país que parece en constante combustión.

Se nos insta a mantener serenidad, a respirar, a ser prudentes, a no alterarnos, como si la responsabilidad de sostener la armonía social recayera únicamente en la estabilidad interior de cada individuo. Mientras tanto, el entorno se vuelve cada vez más irritante, hostil y desafiante. Tránsito agresivo, instituciones que no responden, precios que ascienden con la velocidad de un incendio, servicios deficientes, apatía
social, violencia normalizada. Aun así, el mandato es claro: “conserve la calma”.

Paradójicamente, la paz mental se nos exige como virtud, pero se nos niega como derecho. Debemos mantener la compostura en medio de lo inadmisible; sonreír ante la desconsideración; aceptar la ineficiencia como rutina; tolerar la agresividad como parte del paisaje cotidiano. Y cuando el irrespeto nos golpea de frente, la recomendación es siempre la misma: “No se lo tome personal, respire, fluya.” Qué conveniente resulta para el caos que aprendamos a callar en nombre de la salud
emocional.

Entonces repetimos nuestro mantra particular, paz mental, paz mental, no como un signo de equilibrio, sino como un recurso de supervivencia emocional. No reaccionamos cuando se nos vulnera, no reclamamos cuando se nos engaña, no alzamos la voz cuando se nos presiona. Aprendimos a confundir tranquilidad con resignación, serenidad con silencio obligatorio, madurez con capacidad de soportar
lo insoportable.

La ironía es que esa supuesta paz terminamos utilizándola para sostener lo que debería colapsar: la irresponsabilidad ajena, el irrespeto social, la negligencia institucional, la impunidad cotidiana. Se nos pide calma, no porque el mundo esté en orden, sino porque el caos necesita ciudadanos dóciles para seguir funcionando sin resistencia.

Sin embargo, la verdadera paz mental no debería comprarse como calmante para soportar el desorden; debería ser fruto de una realidad digna. No debería pedirse como exigencia moral, sino garantizarse como condición de vida. La serenidad auténtica no nace de la tolerancia perpetua, sino de la justicia; no surge del silencio impuesto, sino del respeto mutuo; no florece en el caos, sino cuando este deja de
ser la norma.

Y quizás ha llegado el momento de comprenderlo: no aspiramos a cinco pesos de calma para sobrevivir al país. Aspiramos a una nación donde la paz no dependa de nuestra capacidad de aguantar, sino de la obligación colectiva de construir un entorno que no nos cueste la estabilidad emocional. La paz genuina no consiste en soportar con elegancia lo intolerable, sino en vivir sin necesidad de justificarlo