Vivimos en un tiempo en que la intimidad cabe en un ícono amarillo y el afecto se mide en notificaciones. Entre algoritmos y pantallas, el calor humano parece haberse reducido a baja resolución.
Hubo un tiempo —sí, existió— en que las relaciones humanas se tejían con paciencia de bordadora y no con el pulgar ansioso sobre una pantalla. Un tiempo en que un café compartido era ritual, no trámite; en que la espera de una carta, de un gesto, de un beso, sabía a eternidad y no a notificación que se pierde entre otras diez mil. Hoy, por desgracia, lo sublime se ha reducido a la economía de un emoji frío, que pretende, pobre de él, sustituir la hondura de un “te extraño” o la tibieza de un “te quiero”.
Es como si la humanidad hubiese firmado un pacto secreto con la superficialidad: “te entrego mis vínculos y tú me das a cambio un pulgar arriba”. Y lo hemos aceptado con la docilidad de quien se arrodilla frente a un nuevo dios, el dios del algoritmo, omnisciente, cruel y profundamente banal.
¿Acaso no duele advertir que la memoria sentimental de muchos jóvenes ya no está hecha de cartas guardadas en un cajón ni de fotografías que amarillean con los años, sino de pantallazos? Y que cuando la conversación alcanza la incomodidad de lo real, lo resolvemos con la cobardía de un “ja, ja” o la frialdad de un corazón rojo. ¡Cuánta pasión desperdiciada en esas dos sílabas miserables, ja-ja, que no hacen reír a nadie!
Los viejos poetas, los que se desangraban en versos por una mirada, los que entendían que amar era exponerse al ridículo y al dolor, estarían hoy confinados al silencio: nadie tiene tiempo para metáforas cuando un “XD” resuelve la emoción de un instante. Y así nos va: locos, perdidos, desencajados, creyendo que la intimidad se mide en gigabytes.
Extraño, sí, y me lo permito sin pudor, aquellos días en que las conversaciones eran carne y no pixels; en que el silencio compartido tenía más sentido que mil mensajes reenviados; en que el cuerpo decía lo que ninguna aplicación podrá traducir. Hoy los algoritmos nos sugieren amistades, pero nos roban la oportunidad de cultivarla, no hay tiempo. Nos ofrecen amores virtuales, pero nos quitan el verdadero amor; nos dan comunidad digital, pero nos niegan la comunidad real.
El problema no es que mandemos mensajes, sino que ya no sepamos hablar. No es que usemos emojis, sino que olvidamos llorar, reír, abrazar de verdad. Y así vamos, sobreviviendo con lo que Gramsci llamaría monstruos cotidianos: el monstruo del “seen” sin respuesta, el monstruo del “en línea” que nunca escribe, el monstruo de la conversación que nunca llega.
Perdón la nostalgia, pero hubo un tiempo en que no hacía falta internet para estar realmente conectados. Y mientras el mundo se acostumbra a amar con emoticones, yo sigo prefiriendo el riesgo sublime de un abrazo: ese milagro humano que, a diferencia del emoji, no se descarga ni se borra.